lunes, 5 de diciembre de 2011

El final del invierno



Hoy me despido de Berlín. Dejo esta ciudad vibrante por la que no ha sido complicado sentirse atraído desde la primera noche, ni aún cuando tan poco me ha dado. Las costumbres germanas, combinadas con un afán exagerado, e incluso forzado, a menudo, de ser especial, recibirán a otros, entre sus calles cruzadas por los vestigios de viejas separaciones, de sueños utópicos. No me echarán de menos los camareros, tenderos, operarios del transporte público, ni tampoco lo hará el simpático vendedor de kebabs de la esquina. He sido un alma más que ha vagado durante diez meses por estas tierras que, como todas, es un compendio de luces y sombras, además de mucho frío. Mi reloj de arena se ha desgranado, dejando el cristal de una transparencia ajena, casi milagrosa. Es tiempo de despedidas acalladas por el anonimato y de recuerdos que recrear en la barra de madera de cualquier bar en Sevilla. Vuelvo a casa por Navidad, pero más que como el almendro, vuelvo como el lobo, sediento de nuevas galopadas, de nuevos acentos, de luchas renovadas. En Berlín sólo he podido robar algo del idioma y tasas impagadas. El resto, me lo ha robado a mí la ciudad, o el año, o el infortunio del barbecho. Llámenle x.

Con las maletas a cuestas, me dirijo al aeropuerto, que por una cosa u otra me ha tomado la medida en más de una docena de ocasiones. Me despido con una Berliner, cerveza que sin ser extraordinaria es identidad, y eso siempre es de apreciar en cualquier cosa. Me extraña –yo que soy de cantinelas e historias del abuelo Cebolleta– la ausencia de nostalgias, al igual que me sorprende esta pálida tristeza, más parecida al síndrome de Estocolmo, que a la sensación de abandono que se tiene cuando uno deja la alcoba de la mujer que quiere. Pronuncio mis últimas palabras en este pobre alemán que me llevo, para poner en el currículo, no para usar en mucho tiempo, ya que he pasado la época de embriagar a las turistas germanas, con mis trucos de veinteañero y con alcohol de madrugadas. Madrid, Carmona, Lanzarote, Londres, Adis Abeba, Sevilla y Berlín. Siete ciudades que me han recibido y acogido, durante mis años de estancias. Otras han sido más ligeras, como los meses incontables que he pasado en Alcalá de Henares, o en Soria, o mi breve trimestre en Tirana. Pero nunca tuve una residencia física en estos sitios, fue más aventurera y de forjador de almas, que otra cosa. Berlín me deja con 34 años, más curtido en derrotas que nunca y un fuego interno que arde como el infierno, el fuego de tercio español que se caga en la puta madre de los que disparan a matar y sale a por todas, pobre como un ratón, pero con dos cojones.

Han sido 188 días de contar batallas, de narrar historias, de estampar un sello que no rompo en dos, sino que guardo en el cajón de proyectos finalizados, para empezar otros nuevos. Es de agradecidos recordar a todas y todos los que me han querido escuchar, los que han comentado, discutido, reprendido, corregido y acompañado en esta cruzada. Los emplazo a un nuevo año, a una nueva locura literaria, sea cual sea. Pero hoy, 5 de Diciembre del 2011, aparecerá en los periódicos berlineses el peculiar hallazgo, en el barrio de Prenzlauer Berg, de una piel de oso vacía, aunque aún caliente.       

1 comentario:

  1. Me alegro que vengas a Sevilla y a tu Carmona, a contarnos en la barra de la Noria tus aventuras
    berlinesas.

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