miércoles, 18 de mayo de 2011

La anécdota del siglo


Mis amigos de Lanzarote son de los que piensan que hay ciertas cosas que sólo me pueden pasar a mí. Yo creo que exageran, pero a veces, he de confesar que bien por las coincidencias de la vida o bien porque estoy acarajotao, me pasan unas cosas que ya me vale. Hoy voy a compartir uno de esos ejemplos que producen vergüenza ajena y que los sensibles de corazón y moral debieran abstenerse de leer.

Omitiré fechas, lugares y la señorita en cuestión. No son relevantes. El caso es que hace un tiempo, tuve la oportunidad de pasar una increíble noche romántica con una chica preciosa y maravillosa, justo el día antes de tener que irme del país en el que esto sucedió. Todo fue perfecto: el escenario, la dulzura, el momento en sí. Cuando la mañana rompió el calendario de las horas y se presentó con las prisas de tener que coger un avión, me puse a recoger mis cosas, preparar el equipaje y asearme antes de la vuelta al hogar.
Como mi madre me enseñó que las cosas de tirar se tiran a la papelera y no se dejan por medio, creí oportuno hacer lo propio con los condones usados la noche anterior. Los metí en su normal envoltorio metálico y éstos en un clínex. Me daba palo dejarle a la chica en cuestión tal regalito en su cubo de la basura así que me lo guardé discretamente en el bolsillo del pantalón, para tirarlo en cualquier papelera, una vez en la calle. 

Las despedidas son siempre tristes, al menos siempre que no quieres dejar de ver a esa persona, con lo que se hizo eterno y no muy agradable. No me gustan las despedidas y llevo una vida teniendo que decir adiós. Discurría sobre esto y otras reflexiones de lo más profundas y variopintas, mientras caminaba por el aeropuerto. Ya había facturado por Internet (lo que son las cosas modernas) con lo que me dirigí directamente a mi puerta de embarque, pasando antes, eso sí, por el control. Me quité la correa, los zapatos, dejé la mochila, saqué el ordenador, puse la chaqueta en una bandeja, en fin, lo propio. Porque con estas barbas de talibán descuidado, siempre me suelen pasar cosas en el aeropuerto. Aunque esta vez estaba seguro, había sido meticuloso, nada podía ocurrir. Por los cojones.
En cuanto crucé el umbral de la muerte, el pitido chivato empezó a sonar y el policía me preguntó que si llevaba algo metálico. Le dije que no. Pero en ese mismo instante, cuando el policía empezó a cachearme, mi cerebro se separó de mi cuerpo, se puso delante de mí y me dijo: “Antonio, lo que pita son los condones que llevas en el bolsillo”.
Un sudor frío recorrió cada célula de mi cuerpo y me imaginé el desastre llegando en forma de policía. Me lo vi palpando mi bolsillo y preguntando:
-¿Qué llevas ahí?
-Nada, un pañuelo usado -le contestaría yo.
-A ver, sácalo, que lo vea.
Y delante de todo el aeropuerto -madres, niños, abuelas de bolso grande, ejecutivos de prisa y maletín de cuero, trabajadores que creían haberlo visto todo y alguna que otra monja de camino a alguna misión en  África- me imaginé sacando el pañuelo y abriéndolo y sacando uno de los condones, usados, por si quedaba alguna duda, y ante el estupor de los presentes y con toda la vergüenza que se puede acumular en una circunstancia como ésa, sólo podría articular a decir:
-Bueno, hasta 100 ml se puede meter en el avión, ¿no?  

No hay comentarios:

Publicar un comentario