lunes, 30 de mayo de 2011

Las hogueras para San Juan


La última vez que celebré el paso del 23 al 24 de junio acabé de madrugada, desnudo, quitándome la borrachera con el agua fría del mar de Lanzarote. No me importó mucho que las chicas con las que estábamos de barbacoa, al verme cual poseso adentrarme en la marea como Venus por su casa, se quedaran en la orilla cohibidas y amedrentadas por tan lamentable espectáculo rezumante de alcohol y locura transitoria. Pero el día de San Juan es para celebrarlo y mientras unos saltan hogueras, otros las avivan a base de bien. 

Me acuerdo de este momento de mi vida mientras intento demostrarme a mí mismo que no soy un inútil y que soy capaz de encender la chimenea de la casa donde me estoy quedando. En unas horas me iré al aeropuerto, pero antes quiero intentar de nuevo ver si soy capaz de que las llamas me calienten la mañana. Lo primero que hago es recoger las cenizas de la noche anterior y las pongo en la papelera. Luego coloco los leños y bajo éstos los pequeños trozos de madera, periódicos y el corcho-pan ése impregnado en gasolina que hará las veces de detonante. Una vez creado el nidito en el espacio metálico (es una de ésas chimeneas con patas, tampoco está el presupuesto para más), prendo una cerilla y empiezo la fiesta. Una tímida llama enciende las noticias del sábado que se pegan a los trozos de madera, los cuales, irritados por la actitud del Ministro de Transporte de Irlanda, contagian el clamor a los extractos del bofedal y todos juntos, en armonía y profusa emoción, arden para bien del hogar. Orgulloso por el logro, me doy la vuelta para ver que hay humo en la casa y no sé de dónde viene. Miro, busco, sigo los indicios hasta descubrir que la papelera está ardiendo ya que las cenizas de la noche anterior aún estaban calientes. Avergonzado por mi torpeza, agradezco que no haya nadie para darse cuenta de ella y que pase desapercibida mi estúpida acción. Sin embargo, por la simple ecuación que funciona en mi vida de cagada = todo el mundo ha de enterarse, la alarma anti-humo se conecta y un estrepitoso sonido inunda la cabaña en la que estoy, los valles que la rodean, el pueblo en la que está y por la intensidad me da que hasta mi madre está escuchando el pitido en su cocina y la veo abrir el microondas creyendo que la leche ya está caliente.     

Desconecto la alarma, saco la papelera a que le de el viento fresco de la mañana, me encargo de no provocar una tragedia como la de Ibiza y vuelvo al interior de la cabaña para descubrir que el fuego de la chimenea está extinto. Mierda de casas rurales, de naturaleza y de la madre que las parió. Yo me vuelvo a Berlín, a la calefacción central y a los mecheros de piedra.   

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