viernes, 13 de mayo de 2011

Un ejército de revisores


Vamos a ser sinceros, las cosas como son. Si en Sevilla, el metro funcionara como en Berlín, lo cerraban a los tres días.
Vivo a cinco minutos de la línea U2, que como podréis imaginar, me hace cantar cada vez que entro. A veces pienso que el mundo me provoca. Me mudo a casa de un amigo que conocí en Etiopía y resulta que la primera tienda que hay junto al portal del edificio en el que voy a residir hasta que otro gallo cante, es un sex-shop femenino. ¿En serio? ¿Es esto una conspiración internacional para tenerme alterado todo el día? Si yo ya por naturaleza no necesito recordatorios. Pero eso no es todo, porque lo que hay al otro lado del portal, ¿qué es? Pues sí, no podía ser otra cosa: un bar. Yo que me había propuesto no hablar ni de sexo ni de alcohol en este blog y fíjate por dónde, vivo entre copas y consoladores. Manda pelotas.

Volviendo a lo del metro. Me meto en la parada, subo unas escaleras y me encuentro en el andén. Miro a un lado, miro a otro y me pregunto: ¿aquí dónde coño se paga? Pues en ningún sitio, chaval. Te sacas el ticket en una maquinita y a empezar el viaje. ¿Y si no lo compro? Porque los alemanes lo compran, sí señor, con el rigor de personas serias y responsables que les caracteriza. Pero yo soy español y me tuve que leer el Lazarillo de Tormes, como varias generaciones de pringaos hemos tenido que hacer,  así que me lo imagino tirándome de una oreja y diciéndome: “venga, no seas pardillo, si sólo son unas cuantas de paradas, ¿vas a pagar?” Yo soy un acojonado para esas cosas. Soy capaz de meterme en un río infestado de cocodrilos en una barca de cartón piedra pero me da cosa colarme en los sitios. Será porque cuando un cocodrilo te coge, te come sin preguntar y sin ponerte colorado.
Mientras cavilo, pienso en mi tierra. Me echo a reír. Como si lo estuviera viendo. En Sevilla si el metro fuera como en Alemania, se acababa el paro en España. Iban a necesitar una legión de revisores. Probablemente más que viajeros. Saco las monedas sueltas que tengo, las echo en la máquina diabólica que me pregunta a dónde voy y me escupe el cambio y un trozo de cartulina, muy mona, eso sí. La pico, me la meto en el bolsillo de atrás del pantalón y espero a que venga el tren que me llevará a Alexanderplatz, la plaza más absurda que he visto en mi vida.

Me entretengo escuchando a un japonés que se ha instalado entre las dos plataformas con un micro y una guitarra. El pelo sobre la cara, los ojos cerrados, unas gafas de sol apoyadas en el arco de la nariz y una canción que suena a algo entre la banda sonora de Heidi y la Tómbola de Marisol. ¿Qué idioma es el tuyo, majete?  Pongo atención y mientras tanto llega el tren. No me he dado cuenta y cuando lo hago echo a correr, pero con la mala suerte de que la mochila se me queda enganchada entre las puertas, que quieren cerrarse. Hay comentarios en el vagón. El tren no arranca. Las puertas se abren, me liberan, respiro y el conductor sale de la cabina, se viene hacia mí y empieza a gritarme en alemán como si hubiera sido su huevo el que hubiera cogido las puertas. Silencio en el vagón. Sólo sus gritos haciendo eco en cada superficie de la estación. Todo el mundo expectante. Y a mí que me da por sonreír. Había pagado para que no me pusieran colorado y ahora había conseguido parar el tráfico, tener a cincuenta personas mirándome y al conductor de metro, uno de esos seres que nunca he sabido si son reales o no, tenía un mosqueo de dos pares de narices. Para arreglarlo, me sale la sonrisa tipo Bruce Willis que lo deja un tanto desconcertado y calla un segundo. En ese instante, aprovechando la leve pausa en el tsunami de su discurso, le digo en inglés, muy tranquilo: “seguro que tiene razón en todo lo que me ha dicho, pero es que no entiendo nada de alemán y no he pillado ni una sola palabra”. Reacción: vagón despelotado de la risa. No me lo esperaba. El conductor que cree que me interesa lo que me quiere decir insiste, esta vez en inglés, y me dice literalmente: “si yo pongo el tren en marcha, tú mueres. Está prohibido hacer eso”.  ¿El qué está prohibido? ¿Morir? ¿Poner el tren en marcha? En fin, me disculpo educadamente, o todo lo educado que se puede ser cuando tienes a un chorro de gente detrás tuya muerta de risa a tu salud, él se va y el tren arranca.
Me doy la vuelta, la gente está complacida con el show y yo también, porque me doy cuenta de que ni siquiera me he puesto colorado.

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