domingo, 20 de noviembre de 2011

Nunca me gustaron los cuentos



Caperucita siempre me ha parecido una niña tonta. Paseando con su caperuza, inocente y feliz, despreocupada, sin poder contemplar peligro alguno a su alrededor. Gilipollas, vamos, porque ir a ver a su abuela, que la veía todas las semanas, y no darse cuenta que en vez de la abuela era un lobo el que la esperaba… no me jodas, que bajen y me lo cuenten.
Ni con cuatro años te pasa eso desapercibido, como tampoco se te pasa el que sea una chorrada infumable el que la gente no se diera cuenta de que unas gafas no son suficiente atrezo como para camuflar la identidad de un superhéroe de la talla de Superman.
Siete enanos para una princesa, tres osos para una rubia de dorados rizos, tres cerditos para luchar el aliento de un feroz lobo. Una lámpara con tres deseos, ¿para qué tres? “Deseo que todos mis deseos se cumplan siempre”. Y al carajo los otros dos.
Casas encantadas, pócimas mágicas y hechizos rotos y por romper. Nunca me han gustado estos cuentos y lo que en ellos nos vendían, las moralinas que nos intentaban meter entre cabezada y cabezada, la falsa ética de lo que llamaban la tradición popular.

Pero lo que menos entendía y menos me gustaba de todo esto, era el rollo del príncipe azul. Cómo ya desde pequeños nos decían que los reyes, los príncipes, los nobles, en general, eran distintos, mejores, con una sangre distinta, de otro color, lejos del mortal rojo, lejos de nosotros. Así lo he vivido desde siempre. Así me lo enseñaron. Como también le enseñaron a las niñas que los que sangramos rojo, los que no tenemos caballos, los que tenemos que currar para conseguir las pocas cosas que tenemos (incluyendo una vivienda digna o indigna a menudo), no valemos un mojón. Son sólo los príncipes azules los que aman mejor, los que visten mejor, los que besan mejor, los que bailan mejor y los que se quedan con todo lo mejor. ¡Anda ya, panda de carajotes!

El tiempo nos dirá si este terremoto azul que llega hoy desde las urnas a galope viene como príncipe azul o como Santiago Matamoros; si viene a rescatarnos o a terminar de darnos la estocada. Mientras tanto:
–Abuelita, abuelita, ¿por qué tienes las orejas tan grandes? 
–Para escucharte mejor.
–¿Y por qué tienes los ojos tan grandes?
–Para verte mejor.
–¿Y ese pollón?

Nunca me han gustado los cuentos.

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