jueves, 22 de septiembre de 2011

¿Los ricos también lloran?


Tumbados en una hamaca junto a nuestra piscina de la casa en Malibú, el sol nos broncea el cuerpo aceitoso, que se muestra esculpido por el buen pasar de los años, las cremas, los tratamientos y una vida acomodada. Mojando lenta y delicadamente nuestros labios con el gintonic que la chica que tenemos como cocinera, limpiadora, niñera y otros menesteres varios, nos ha servido tras el suculento almuerzo, notamos el sabor metálico deslizándose lengua abajo, cual trampolín que permite al líquido abandonar el perímetro bucal para caer por la cascada que refresca la garganta y el esófago y que luego se pierde y mezcla entre nuestra sangre, haciéndonos sentir, tras un rato, en una burbuja de evasión, que apoyaremos cerrando los ojos bajo las gafas de sol de 5.000$ que nos compramos la semana pasada. Es el quinto par que hemos comprado este mes.

Cuando el sol nos haya tostado lo suficiente, nos incorporaremos en la hamaca y nos protegeremos bajo la sombrilla que hay instalada justo en la zona donde el césped que nos pusieron el pasado verano espera impaciente por ser pisado, acariciado con las puntas de los dedos y correteado por los niños, en alguna de esas fiestas que se montan de vez en cuando, para que jueguen con sus amigos. Allí, hay una mesa en la que descansa el periódico de la mañana. Le echamos un vistazo y nos horrorizamos con las barbaries que pasan en el mundo, con el sufrimiento de pueblos aterrorizados por la violencia y la corrupción, por la falta de libertad, por la tortura, por la enfermedad, por la muerte.
Junto al periódico, el móvil vibra indicándonos que alguien llama: es nuestro consejero privado, el que nos asiste en las finanzas, en las apariciones públicas; nuestra mano derecha. Nos llama para decirnos que de nuevo hemos salido en la revista Forbes como el hombre más rico de Estados Unidos, además de ser el segundo del planeta. Sonreímos satisfechos. Sobre todo cuando nos dice que la misma revista nos ha calificado como el “ser humano más magnánimo de la tierra", comentario justificado por los 28.000 millones de dólares donados en los últimos años, para paliar diferentes males. Acabamos la conversación y le propinamos otro trago a la copa. Sonreímos de nuevo satisfechos. Nos levantamos y nos tiramos a la piscina sabiendo que, no seremos los más guapos, pero sí somos los más ricos y también los más generosos.

Esta historia puede que sea un día cualquiera de Bill Gates. No sé dónde vive, pero me imagino que no en un apartamento alquilado de Brooklyn. No sé si tiene piscina o si le gusta tomarse una copa al mediodía, después de comer. Tampoco me importa. El caso es que es complicado imaginarse que este hombre pueda nunca entender qué es lo que le pasa por la cabeza y el estómago a ninguno de los millones de beneficiados a los que ayuda anualmente a través de la fundación cuyo nombre comparte con su mujer. Aunque hay que reconocer que lo hace. Pero me preocupa el que con el dinero de unos cuantos se pueda dar de comer a millones de personas que mueren por no hacerlo y que quede claro, mueren, no es que se salten el desayuno, no, es que se mueren. Esto no es nuevo. Y hablamos de la crisis porque hay gente en paro y gente que no llega a final de mes. Pero insisto, hay gente que muere de hambre y no nos planteamos el que las cosas vayan mal en este aspecto. Hay algo que no estamos haciendo bien, por cojones, que lo estamos haciendo como el culo. Hemos dejado la globalización a los mercados pero nos hemos ser olvidado de ser globales a la hora de preocuparse por los demás. Si no lo hacíamos en tiempos boyantes, ahora pues menos aún, aunque siempre hay dinero para ayudar a que los bancos griegos no se arruinen.
Señalamos a los ricos que no dan suficiente pero, el resto, empezando por el que escribe, ¿qué hacemos?


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