viernes, 10 de junio de 2011

Del Berlín a Berlín


Ironías de la vida, el año pasado acabé muchas noches tomando cervezas en el pub Berlín, en Sevilla. Se ve que me no me conformo con las metonimias y aquí estoy. Para bien y para mal aquí los bares no son como en el de allá. Para bien porque aquí hay verdaderos rincones llenos de encanto, humo y luces psicodélicas, que ni la Alameda ha visto en sus tiempos mozos, cuando el Brujas aún existía. Para mal, porque la tropa de guerreros con los que batalleaba entre Cruzcampo, mojitos y gintonics, no está aquí y se echa de menos.

Recuerdo la mítica noche de dedos amarillentos en los que aún dispuestos a seguir bebiendo, cuando el Berlín cerró, nos fuimos a buscar un sitio donde tomarnos otra cerveza. Estábamos inspirados. Aitor, César y yo.
Aitor es un vallisoletano, de figura hidalga, barba labrada, sonrisa tierna y palabra precisa. Es un devorador de noches y de literatura, una canción honesta, un gesto de amigo. Es un sorpresa que regala el silencio.
César, colombiano, poeta de versos imaginarios, amante del verbo, filósofo y ebanista del discurso, coleccionista de cuentos por inventar e inventor de quimeras posibles, también andaba con nosotros.  
María, norteña de ojos grandes, abrazos dispuestos, achuchodara de vocación, alma todoterreno y comprometida con la vida (la suya y la de los demás), se había retirado ya a descansar, a esto de las cinco de la mañana, porque estaba de resaca de la noche anterior. A las diez de la mañana la llamamos por teléfono para que viniera a desayunar con nosotros. En su lugar, mi tutor de tesina contestó el teléfono. “¡Coño!” Pensé, “¿están juntos?” Pero al instante me di cuenta de que Manu venía en la guía de teléfono justo antes de María y claro, a esas horas uno tampoco tiene la puntería como para marcar teléfonos.

María me encontró, palabras suyas, sentado en un sofá estilo Luis XIII, con un cigarro en la mano y hablando francés. Y eso que ni conozco a ese Luis, ni fumo por las mañanas, ni hablo francés. Pero aquella mañana habíamos terminado en un mercadillo, tras más de doce horas de maratón etílico y sin parar de contarnos historias, batallas, confesiones y demás lindezas, que se cuentan en esta clase de noches. Las echo de menos sin duda, especialmente cuando veo que la poca gente que conozco en este Berlín de distancias largas, se está yendo a vivir a otro sitio. En fin, ¿quién dijo miedo?

Ahora, cada vez que visito mucho un bar, me fijo en el nombre, por si me pasa lo mismo que me ha pasado con el Berlín.
Joder, ahora que lo pienso, al que voy bastante es al Wohnzimmer, que significa sala de estar. ¡Vaya mierda!

No hay comentarios:

Publicar un comentario