sábado, 11 de junio de 2011

Lo que no se llevó el viento


En el periódico germano Die Welt (El Mundo), salieron unas cifras publicadas hace un tiempo que me dejaron un tanto consternado. Por lo visto, en Alemania, mientras que el 80% de las mujeres se cambia de ropa interior diariamente, sólo el 62% de hombres lo hace con esa regularidad y un 4.5%, además, declara hacerlo una sola vez por semana. En concreto estos individuos lo hacen para no tener que llevar los calzoncillos al bombo de la ropa sucia, ya que las prendas lo hacen por sí mismas. Así que ya saben, un 4.5% de alemanes se quita los calzones con martillo y cincel.
El día que hagan esta encuesta en España… ¡¡nos vamos a cagar!! No podemos obviar que en nuestro país se han inventado chistes como el de ese niño pequeño que le pregunta a la madre el primer día de vestirse él solito:
-¡Mamá! ¿Cómo se ponen los calzoncillos?
Y la madre con voz amorosa contesta:
-Lo amarillo delante y lo marrón detrás

Hace unos meses conocí a una chica que aunque estoy seguro de que era muy limpia, padecía un problema de diarrea tremendo, pero de diarrea verbal. Ahí es cuando empecé a descubrir que la diarrea mata, en este caso, mata a los de alrededor, de aburrimiento.
Mi amigo Juan José vino a visitarme de Londres. Hemos hecho las cosas en distinto orden: él primero aprendió alemán y ahora está mejorando su inglés. Yo aprendí inglés y ahora… el alemán… bueno, el inglés lo controlo ya. 
El caso es que Juan José y yo estábamos desayunando, a esto de las cuatro de la tarde, cuando una chica, a la cual n había visto en mi vida pero a quien un antiguo compañero de universidad la había puesto en contacto conmigo, me llamó para quedar esa tarde. Le dije donde dirigirse y que la esperaríamos allí.

Siempre en estos casos te imaginas que va a venir un pivón, la chica más increíble que has visto jamás, que nada más verte se va a enamorar locamente de ti y va a querer demostrártelo esa misma noche, varias veces. O al menos yo siempre pienso eso. Será que soy un iluso o simplemente gilipollas. Sobre todo teniendo en cuenta que nunca ha pasado así, más bien lo contrario. Por lo que en esta ocasión no podía ser distinto.
La chica entró y, dejando a un lado aspecto físico, que no importa, la muchacha parecía que había estado 20 años encerrada en una cueva y por fin le daban la oportunidad de hablar por primera vez desde entonces. ¡No paró! Yo hablo bastante pero aquello, aquello era una tormenta infinita, un volcán islandés, una cadena perpetua, una marmita de sopa de letras, una condena sin punto y final, era, ni más ni menos, una diarrea verbal, que no cesaba de hablar y hablar sobre cosas que a nadie importaban, que no tenían interés ninguno y que en muchos casos, no tenían ni sentido.
Juan José y yo nos mirábamos y nos turnábamos para ir al servicio cuando un hilito de sangre nos salía del tímpano. Ella no paraba, no meaba, no bebía ni comía, sólo hablaba. Nosotros acabamos con el estómago lleno, borrachos, desorientados y con otitis. La chica, feliz del encuentro nos emplazó para otra próxima velada. Yo hice el tu-tu, tu-tu, de comunicando y desde entonces.

Nunca supe ni sabré la asiduidad con la que esta chica se cambia de ropa interior, pero sí que sé que la próxima vez Juan José y yo nos vamos de copas los dos solos; que ya nos vale.

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