lunes, 6 de junio de 2011

El mundo salvaje de a la vuelta de la esquina


Hoy me he despertado sin resaca ni dolor de espalda. El sol entraba por la ventana, junto con el trinar de los pájaros, que se suelen posar cerca de mi balcón. Hace un día glorioso. Me ducho, hago el café, despierto a Sam -que hoy se va a Frankfurt a pintar el piso donde se mudará en tres semanas-, preparo las cosas para el trabajo, me tomo el café, me despido de Sam y me voy a coger el metro, escuchando a Beirut. Cuando llego, el tren no tarda apenas dos minutos en aparecer, entro en el último vagón y hay un sitio vacío donde me siento y me pongo a leer. Un comenzar perfecto, un día extraordinario, una mañana de libro.
Bajando del tren mis compañeras de trabajo me llaman para decirme que no van a estar en la oficina porque van a asistir a una mesa redonda, con lo cual voy a estar solo, trabajando sin ruido, sin interrupciones y sin problemas. Cuando paso por el parque cerca de la oficina, me asomo y allí están, esperando, dándole nombre a la ciudad, llenando de presencia el centro de Berlín. Esta mañana, para redondear la perfección he podido además verlas a las dos: madre e hija.

Para explicaros esto mejor, me he de trasportar al pasado. Hace unos dos meses, mi amiga Yasmin y yo quedamos para almorzar. “¿Dónde nos vemos?”, le pregunto yo, “junto a la jaula de los osos, en el parque que hay de camino a tu oficina”, me dice ella. Un poco confundido, no replico porque como el parque sé dónde está, me imagino que dentro habrá algo a lo que le llamen la jaula del oso. Evidentemente, en el medio de Berlín, en un parque cualquiera, no va a ver un oso allí dando una vuelta. Pero claro, esto es Alemania y aquí las lógicas nuestras no funcionan muy bien. Es por eso que cuando llegué al parque y me asomé a lo que había visto numerosas veces, pero no me había ni cuestionado qué era, casi me da un ataque cuando me encontré con un bicho enorme y peludo dando vueltas a la velocidad de un koala por un pequeño espacio que intentaba simular un bosque o una pecera de tortugas, que sé yo.
Ya verás, Madrid tiene una oso en Sol, y está bien. No se mueve mucho, pero está bonito. Ahora, un oso en medio de Berlín, así porque a la peña le sale de los cojones, me parece una pasada. Especialmente cuando veo las miradas perdidas, los gestos aburridos y la desgana de las dos pobres criaturas (madre e hija). “No le tiren comida”, dice un cartel. ¿Comida? Lo que le voy a echar es el Trivial o el Monopoli, para que se entretengan.

“Pero es bueno que los niños vean los animales, que vean cómo son y cómo viven”, me dicen un día para defenderme la existencia de los zoo.  “Coño, para eso están los documentales de la 2 que, además de para echarse la siesta, sirven para ver cómo son los animales en realidad, no en un cuchitril de 2x2 metros”. “Ya, pero no es lo mismo, no los ves en vivo”, me insiste. “¿A eso le llamas vivo? ¿A un oso en un parque?, pero, ¿esto qué es, Yellingston?” Si quieres ver un bicho de cerca vete a Kenia y te metes en un safari con dos cojones pero no les arranques de su hábitat para decorar tu ciudad, mamón.

Y antes de seguir mi camino hacia la oficina, pensando que la mañana que estaba resultando perfecta ya no lo es tanto, la osa hija me ha mirado unos segundos y me ha parecido escucharla decir: “Vaya mierda de vida.  Mira que juventud estoy teniendo, sin drogas, sin sexo, sin alcohol y viviendo con mi madre. Anda, tráete el Monopoli aunque sea, ¿no?”         

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