domingo, 12 de junio de 2011

Un aprobado por los pelos


Imaginaos por un instante que tenéis 23 años. Algunos quizás estéis ahí, pero los que no, volved o saltad a ese tiempo. Habéis estado luchando por aprobar todos los cursos del instituto o FP o lo que sea que hayáis hecho. Al acabarlo, pensad que algunos os habéis aventurado por el camino universitario y habéis decidido enfrascaros en cinco años de una carrera en la que muchos sacrificios se han dejado atrás, en la que muchas horas de hacer lo que realmente queríais se han ido por el desagüe de la vida. Pero eso da igual, porque tenéis 23 años y hoy es el día en el que vais a hacer el examen final, con el que la carrera se dará por acabada y podréis hacer otras cosas como apuntaros al paro. Es una mañana soleada de junio, vais preparados y confiados al examen, que es oral. Ya habéis planeado quedar esa misma tarde para empezar a tomar cervezas y copas varias. El fin de un ciclo y el comienzo de otro se suceden en las respuestas de un examen.

Los profesores del tribunal te saludan, te hacen unas preguntas sin importancia para que te relajes e incluso bromean con el hecho de que ya te vas a poder librar de ellos. Tú sonríes tímidamente pensando en las cervezas que te aguardan, en las que te has tenido que perder durante toda la carrera y en los sueños y planes que has construido y que por fin podrás poner en práctica. Nada de eso importa ahora, pues te han pedido que desarrolles la literatura del Siglo de Oro en Francia, o el Kantismo aplicado a la Edad Moderna, o los principios de la teoría económica de Adam Smith o cualquiera de las preguntas que puedas atribuir a la carrera que has hecho o a la que querías o vas a hacer o la que te imagines. Da igual. En ese instante haces repaso mental de lo que almacenas en el disco duro de tu memoria y cuando llegas al cuarto donde guardas la información, comienzas a responder.

Pero cuando llevas cinco minutos desarrollando la respuesta, te encuentras mal. Le echas las culpas a los nervios, al exceso de café. al no dormir bien, a la ansiedad y a las ganas que tienes por terminar todo aquello. Le echas las culpas a mil cosas pero te sigues encontrando mal. Sudores fríos, no escuchas bien tus propias palabras, pierdes visión, te mareas, pierdes el equilibrio y caes al suelo, donde entre las convulsiones y los intentos de los profesores por traerte de vuelta a la normalidad, pierdes el conocimiento y, treinta minutos después, la vida.    

“Joder, Antonio, vaya historia te has montado, cabrón, ya te vale, que es domingo”, diréis. Pero es justo lo que le pasó a Antonella di Iorio, de 23 años, en la universidad de Suor Orsola Benincasa de Nápoles, mientras hacía su última prueba académica: un  examen oral de Historia Contemporánea. Y cuando leo esto, me afecta de una manera especial, por muchos motivos. Porque me duele que la gente joven muera, me da igual que sean del Congo o de Italia. Me duele que se les extirpe la vida de un hachazo, de una forma tan violenta y cruel. Pero también me hace pensar en que con esa edad yo decidí tomar las riendas de mi vida y se me dio la oportunidad de hacerlo, pero no a esta chica.

Permitidme que rememore El Club de los Poetas Muertos y diga: Carpe diem, compañeras y compañeros del mundo. Carpe diem porque la vida tiene sus planes y nosotros no sabemos cuáles son, ni cuándo se acaban. Carpe diem porque este tiempo que estamos aquí ha de estar lleno de conversaciones, de besos, de abrazos, de amigos, de amantes, de familia, de versos, de aullarle a la luna, de correr desnudos, de sentirse amados y sobre todo de amar hasta la extenuación. Carpe diem porque los exámenes más importantes son los que se tienen cada día y son esos los únicos que hay que aprobar con buena nota.


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