lunes, 24 de octubre de 2011

¡Qué me gusta jugar a los cromos!

 
Todavía recuerdo el subidón que me dio al ver como aquella mañana Pablo Montero puso el cromo de N’Konnor, el portero negro del Español, sobre el cemento del patio. Se hizo el silencio. Todos sabían el valor de ese cromo. Era imposible encontrarlo. Pero Pablo Montero estaba acarajotado y a él lo que le iba era el ir de matón por el colegio. Imagino que jugaba a los cromos por sentirse un niño normal y no un legionario precoz. Mis compañeros de clase me miraron con la cara con la que los jugadores de baloncesto miran al balón en las películas, mientras vuela hacia la canasta, en el último segundo. Si conseguía ganarle el cromo me convertiría en un héroe. Una nueva leyenda. Incluso estuve tentado de mojarme un poco la palma de la mano con saliva, para afianzar la hazaña. Pero no. Tenía que ser juego limpio y tenía que conseguirlo por todos aquellos empollones, gafotillas, eternos portadores del chándal, rechonchos y torpes, en general, a los que Pablo les había humillado recreo, tras recreo. En ese grupo, por cierto, me encontraba yo también.
No había nada de aire. No se escuchaba nada. Ahuequé la mano, para al golpear la imagen del portero camerunés, el efecto le diera la vuelta y pudiera engrosar mi colección, con tan valiosa figura. Busqué por posibles grietas o migas de Bollicao, que pudieran ayudarme a catapultar el cromo, pero no encontré más que la sobriedad grisácea del suelo. No iba a ser fácil. Tommy N’Konnor me miraba con una sonrisa hierática, retándome, como lo hacía Pablo Montero cuando me espetó con su voz ronca: “¡Venga, coño!”
Dejé de pensar. Bajé la mano y golpeé el cromo con firmeza pero no con demasiada fuerza, alejando la mano con un leve efecto de fuera hacia adentro y con los ojos bien abiertos, observando cómo a milímetros de mi piel, casi sintiendo el aliento del cancerbero africano, me seguía el cromo que al instante emprendió su caída libre, reposando finalmente boca abajo, enseñando el cartón con la ficha técnica del jugador impresa en letras negras.
Se levantó un revuelo monumental que me dio una enorme satisfacción, sólo superada por la cara de jota de Pablo Montero, que no tenía ni idea de que había perdido el cromo más importante del momento.
Hoy no juego a los cromos. Eso se lo dejo a los israelíes, que parece les gusta esto de cambiar los de su equipo por los de los demás. Hace unos días veíamos cómo cambiaban un soldado israelí por más de mil presos palestinos, hoy hacen lo mismo con 25 egipcios. Para ellos cada uno de los suyos es un N’Konnor, mientras que el resto de seres humanos parecen no tener más valor que el de las estampas futbolísticas con las que los niños de los 80 nos entreteníamos en el San Viator.
Anoche, mi amigo Juan José y yo nos encontramos con una pareja de Tel Aviv. Estuvimos hablando sobre muchas cosas: sobre las revueltas en su ciudad, sobre las manifestaciones en las nuestras, sobre lo mal que va el mundo y sobre lo fácil que es hablar con una cerveza en la mano. Fue interesante. Enriquecedor, incluso. Pero claro, no podía dejar pasar una oportunidad así y acabé preguntándoles por el conflicto con Palestina. La respuesta del chico fue la siguiente: “Yo no tendría ningún problema en darles las fronteras que piden, pero sé que después van a querer más”. Ella en un momento de la conversación dijo: “Nosotros somos la parte débil del conflicto. Ellos son más y acabarán quedándose con nuestras tierras”. Curioso, la última vez que miré las noticias me encontré con un líder palestino siendo rechazado por la ONU y por un pueblo israelí ocupando más y más hogares del pueblo vecino.
“No seréis los débiles mientras tengáis tanto dinero”, repliqué. Y ellos asintieron probablemente pensando que no entendíamos nada de lo que intentaban explicarnos. Y es cierto, no lo entiendo. No entiendo cómo la memoria es tan débil y cómo se puede golpear la vida de millones de personas con la única intención de darles la vuelta como a los cromos. Pero lo que menos entiendo es que nadie haga nada por evitarlo.

2 comentarios:

  1. Me encantan estas conversaciones interesantes y cargadas de..mmm..como nombrarlo...mmm...de "todo", que salen de "la nada", así, como de golpe sin esperar una conversación de esa envergadura ;)
    Creo que después de las conversaciones de esa pequeña Bupapest, la cerveza en la mano es más que un simple detalle. Me encanta.

    aNa

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  2. A veces da igual que haya cervezas, el sitio e incluso las circunstancias. A veces todo es perfecto porque la compañía lo es, como nos pasó en Budapest. Un beso, Ana.

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