Todavía recuerdo el subidón que me dio al ver como aquella
mañana Pablo Montero puso el cromo de N’Konnor, el portero negro del Español,
sobre el cemento del patio. Se hizo el silencio. Todos sabían el valor de ese
cromo. Era imposible encontrarlo. Pero Pablo Montero estaba acarajotado y a él
lo que le iba era el ir de matón por el colegio. Imagino que jugaba a los
cromos por sentirse un niño normal y no un legionario precoz. Mis compañeros de
clase me miraron con la cara con la que los jugadores de baloncesto miran al
balón en las películas, mientras vuela hacia la canasta, en el último segundo.
Si conseguía ganarle el cromo me convertiría en un héroe. Una nueva leyenda.
Incluso estuve tentado de mojarme un poco la palma de la mano con saliva, para
afianzar la hazaña. Pero no. Tenía que ser juego limpio y tenía que conseguirlo
por todos aquellos empollones, gafotillas, eternos portadores del chándal,
rechonchos y torpes, en general, a los que Pablo les había humillado recreo,
tras recreo. En ese grupo, por cierto, me encontraba yo también.
No había nada de aire. No se escuchaba nada. Ahuequé la
mano, para al golpear la imagen del portero camerunés, el efecto le diera la
vuelta y pudiera engrosar mi colección, con tan valiosa figura. Busqué por
posibles grietas o migas de Bollicao, que pudieran ayudarme a catapultar el
cromo, pero no encontré más que la sobriedad grisácea del suelo. No iba a ser
fácil. Tommy N’Konnor me miraba con una sonrisa hierática, retándome, como lo
hacía Pablo Montero cuando me espetó con su voz ronca: “¡Venga, coño!”
Dejé de pensar. Bajé la mano y golpeé el cromo con firmeza
pero no con demasiada fuerza, alejando la mano con un leve efecto de fuera
hacia adentro y con los ojos bien abiertos, observando cómo a milímetros de mi
piel, casi sintiendo el aliento del cancerbero africano, me seguía el cromo que
al instante emprendió su caída libre, reposando finalmente boca abajo,
enseñando el cartón con la ficha técnica del jugador impresa en letras negras.
Se levantó un revuelo monumental que me dio una enorme satisfacción,
sólo superada por la cara de jota de Pablo Montero, que no tenía ni idea de que
había perdido el cromo más importante del momento.
Hoy no juego a los cromos. Eso se lo dejo a los israelíes,
que parece les gusta esto de cambiar los de su equipo por los de los demás.
Hace unos días veíamos cómo cambiaban un soldado israelí por más de mil presos
palestinos, hoy hacen lo mismo con 25 egipcios. Para ellos cada uno de los
suyos es un N’Konnor, mientras que el resto de seres humanos parecen no tener
más valor que el de las estampas futbolísticas con las que los niños de los 80
nos entreteníamos en el San Viator.
Anoche, mi amigo Juan José y yo nos encontramos con una
pareja de Tel Aviv. Estuvimos hablando sobre muchas cosas: sobre las revueltas
en su ciudad, sobre las manifestaciones en las nuestras, sobre lo mal que va el
mundo y sobre lo fácil que es hablar con una cerveza en la mano. Fue
interesante. Enriquecedor, incluso. Pero claro, no podía dejar pasar una
oportunidad así y acabé preguntándoles por el conflicto con Palestina. La
respuesta del chico fue la siguiente: “Yo no tendría ningún problema en darles
las fronteras que piden, pero sé que después van a querer más”. Ella en un
momento de la conversación dijo: “Nosotros somos la parte débil del conflicto.
Ellos son más y acabarán quedándose con nuestras tierras”. Curioso, la última
vez que miré las noticias me encontré con un líder palestino siendo rechazado
por la ONU y por un pueblo israelí ocupando más y más hogares del pueblo
vecino.
“No seréis los débiles mientras tengáis tanto dinero”,
repliqué. Y ellos asintieron probablemente pensando que no entendíamos nada de
lo que intentaban explicarnos. Y es cierto, no lo entiendo. No entiendo cómo la
memoria es tan débil y cómo se puede golpear la vida de millones de personas
con la única intención de darles la vuelta como a los cromos. Pero lo que menos
entiendo es que nadie haga nada por evitarlo.
Me encantan estas conversaciones interesantes y cargadas de..mmm..como nombrarlo...mmm...de "todo", que salen de "la nada", así, como de golpe sin esperar una conversación de esa envergadura ;)
ResponderEliminarCreo que después de las conversaciones de esa pequeña Bupapest, la cerveza en la mano es más que un simple detalle. Me encanta.
aNa
A veces da igual que haya cervezas, el sitio e incluso las circunstancias. A veces todo es perfecto porque la compañía lo es, como nos pasó en Budapest. Un beso, Ana.
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