–Perdona, ¿me dejas pasar al otro lado?
Estoy en la línea central de asientos del avión y el hombre que tengo al lado quería pasarse a los asientos vacíos a mi derecha, con lo que si le dejaba paso se ahorraba darle media vuelta al avión. Así que me levanto, le dejo salir y vuelvo a mis pensamientos.
Hoy por fin, el último día, he tenido tiempo para hacer algunas fotos. Se me ha jodido un objetivo pero no sé muy bien qué pasa, tendré que mirarlo con detenimiento cuando llegue a casa. Aunque el fin de semana tengo visita esperando: Sam y unos amigos suyos. Es lo que menos necesito ahora mismo pero bueno, siempre se agradece ver al niño, que desde que se fue a Frankfurt, le tengo perdida la pista.
Las fotos han sido de la gente por la calle, de algunas escenas curiosas, de temas de trabajo y de esas caras de niños africanos que sé que son un cliché pero joder es que lo son por algo. Esos ojos enormes mirando a todos los sitios que parece que hacen agujeros cuando observan. Y esas sonrisas que te parten en tres, para luego recomponerte de nuevo.
–Perdona, ¿te importa dejarme pasar de nuevo?
Miro a mi lado y el tío está otra vez sentado en el mismo sitio. ¿Qué coño ha pasado? Sonrío, me levanto y le dejo pasar. Esta vez le miro y compruebo que se sienta en el otro lado. Vaya tío raro.
Por la tarde hemos ido a un colegio donde hemos fotografiado a un jugador del equipo nacional de futbol Ruanda. Vamos, que no lo conoce ni su madre. Pero el chico ha tenido toda la paciencia del mundo y ha aguantado el tipo. Mira aquí, sonríe allá, ponte un poquito a la derecha… venga, ya te puedes poner la ropa e irte a tu casa, sales en la Playboy de Octubre.
Para despedirnos, resacosos como perros y arañando piedras para sacar agua, nos hemos arrastrado, de nuevo, al famoso Green Corner, a comer pollo y patatas. Ya somos como de la casa. Pero bueno, estaba cerca de allí, teníamos prisa y nostalgia con lo que vino bien la parada para tomar una cerveza y ponernos en forma de nuevo. De ahí, a una moto-taxi y al hotel corriendo que el avión se nos iba. Mi taxista era de Cuenca porque vamos no tenía ni puta idea dónde estaba mi hotel con lo que decidió llevarme a otro sitio que lo mismo pensaba me iba a gustar más. Claro que sí, hombre, turismo urbano a una hora de que se vaya el avión, tócate los huevos. Y para colmo le da por creerse en el Jarama y casi dejo mis huellas digitales en las ventanillas de un autobús. Pero bueno, estas cosas hay que acabarlas a lo grande.
–Perdona…
Se ha quedado mudo al verme la cara con la que le he mirado. Pero, ¿qué coño hace otra vez el gilipollas este sentado donde estaba y pidiéndome paso? ¿Se está quedando conmigo?
–Bueno, ya si eso doy la vuelta –ha dicho, yéndose sin más.
Mañana Berlín. De nuevo mis cositas, mis palabras sobre la vida moderna, mi oficina microscópica compartida por 500, de nuevo la lluvia y el alemán y las distancias y el metro. De nuevo niños rubitos con ojos azules, papeles en las calles y bolsas de plástico (¿he dicho ya que las bolsas de plástico están prohibido en Ruanda?). De nuevo… ¡coño! ¡De nuevo está el subnormal éste sentado a mi lado! Nunca dejará de sorprenderme la gente que anda suelta por ahí. ¿Y a mí me llaman raro?
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