sábado, 23 de julio de 2011

Perdona cariño, pero ese pene es mío


Mientras me daba el aire en la cara, detrás de la moto-taxi, pensaba en lo inesperada que había resultado la cena. De nuevo en The Green Corner, nos habíamos encontrado a un grupo de ruandeses, recién llegados al país tras haber pasado tres años en China. En cuanto nos vieron nos ofrecieron sentarnos con ellos y en seguida nos acogieron como si fuéramos amigos de toda la vida. Estábamos mi jefe, Oliver (franco-inglés currante de Oxfam en Liberia, donde pueda que tenga que ir pronto) y yo. Fue una buena última cena. Muchas risas y además a mi jefe le dio un ataque de narcolepsia cojonudo.

Me quité el casco, pagué el euro que costaba el viaje de al menos quince minutos en moto y me uní a la pequeña comitiva de blanquitos que formábamos los tres aventureros, para entrar en una discoteca llamada Planet (o KCB).
No era la primera vez que entraba en un bar donde soy el único que no es negro. No es nuevo y la reacción es curiosa. Llama la atención un poco. Tampoco es la primera vez en la que estoy en África en un bar donde señoritas de agraciadas curvas y maneras se acercan para decirme frases repetidas de lo guapo que soy y que le invite a una copa. En Etiopía era muy duro rechazar a estas chicas que se ofrecían como buena compaña (por apenas 20€ toda la noche), cuando en su lugar deberían estar paseando por alguna pasarela internacional su impresionante belleza. Así está el mundo.
Pero lo de la última noche en Ruanda, al menos en este bar, fue muy grande. Las chicas no me hablaron, no me miraron, ni me sonrieron, ni me susurraron lindezas. Anoche, las chicas llegaron, se abrazaron, comenzaron a bailar y se aseguraron de que no hubiera parte de su cuerpo sin tocar, ni parte del suyo sin refregar por mi pene. Tal cual. Cuando pasaban unos segundos, en los cuales me dejaban perplejo, me pedían una cerveza y seguían bailando sacándole brillo con el culo a la cremallera de mi pantalón.
–Mira que tierno –le dije a Oliver– está poniendo mi mano en su corazón para que note cómo late. Es una lástima que no lo sienta con tanta teta de por medio.
La otra noche en Planet, mi pene se convirtió en un relaciones públicas. Las tías iban a saco, sin preguntas ni respuestas, sin negativas que valgan y sin miramientos. Yo apenas conocí a nadie pero mi pene fue el reclamo de la fiesta.

No soy putero. Tengo muchos defectos, manías, vicios y alevosías, pero no soy putero. No valgo para ello. Valoro demasiado a las mujeres y también  creo que aún no estoy tan mal como para tener que pagar por sexo, ni para necesitarlo tanto como para abonar por él, como si fuera una hamburguesa. La soledad es muy mala pero el calentón me lo soluciona un buen meneo y no me veo fomentando un negocio que hace tanto daño y especialmente en África.
Cuando las chicas se acercan a hacer sus labores, siempre acabo diciendo que estoy casado (como si eso hubiera parado antes a alguien) y me intento escaquear.

La última chica que se me acercó iba de guerrera. Con carnes tersas y contundentes. Con labios carnosos, piernas fuertes y cintura escurridiza. Se me acercó y mientras me decía su nombre me cogió el paquete. ¿Dónde ha quedado eso de darse la mano en este país?, pensé.
-Perdona cariño, pero ese pene es mío –dije.         
Lo liberó gentilmente, sonrió y me soltó, para mi asombro:
–Me recuerdas mucho a mi novio.
–¿Lo dices por el tamaño?
–No, por la barba.
Y me fui a pedirme una cerveza para poder soportar tanta locura. Al rato, mientras Oliver y yo hacíamos lo que probablemente se puede catalogar como la peor pareja de billar que se ha visto en la historia mundial, la simpática chica se acercó para presentarme a su novio, quien me saludó alegremente, mostrándose muy contento por conocerme.

A las cinco de la mañana aterricé en la cama de mi habitación pensando que me quedaban horas en aquel país de locos donde la gente en taxi lleva casco y te agarran la polla para decirte hola. Y me dio pena.   



2 comentarios: